lunes, 20 de agosto de 2012

Comunion de Odio

"He vivido más de diez mil años", dijo el guerrero del Caos. "He luchado en la Larga Guerra por más de cien siglos. Sin embargo, ochenta y ocho millones de horas de lucha no pueden enfriar mi odio".

Ya hacía más de un día que el pecio espacial Segador de Almas mantenía su órbita sobre el planeta condenado. El Hermano Capitán Karslen estudió el planeta, visible a través del gigantesco ventanal de cristal decorado. Brillaba como una joya en la oscuridad del espacio. Su verde esfera parecía burlarse de él. Ahí abajo había gente que iba a sus trabajos diarios. Sus plácidas vidas transcurrían en la confianza de que el Emperador y sus formidables legiones les protegerían.

Karslen lanzó una carcajada de su hueca risa, que burbujeó horriblemente en su arruinada garganta. Hoy todo eso acabaría. Sus estúpidas y ordenadas vidas acabarían. Eran insectos, que vivían en un nido de insectos. Vivían vidas de insectos y nunca habían comprendido la verdadera naturaleza del universo, un lugar en el que los depredadores se alimentaban de carne y almas por igual.

Los habitantes que había en el planeta eran como un rebaño de ovejas. Dejemos que las ovejas miren hacia el cielo, pensó Karslen. Dejémosles saber que los depredadores van a caer sobre el rebaño. Dejémosles rezar a su senil dios y que sepan que no podrá salvarles.

Este mundo arderá, juró Karslen. Rezarán por que les llegue la muerte. Sus armas no les salvarán. Sus ejércitos no les protegerán. Su patética fe no no les defenderá. Morirán, y sus almas serán arrastradas mientras gritan al espacio disforme. Esto lo juro por el honor de mi Legión y por los Poderes del Caos. Pero, por ahora, dejémosles esperar; ahora debo celebrar la Comunión de Odio.

Contempló el trono en el que descansaba. El antiguo bronce había sido moldeado con la forma de una criatura mitológica de la vieja Terra. Los tubos del sistema de soporte vital estaban conectados a los recicladores de aire de su antigua armadura. Las ancestrales runas grabadas hace diez mil años parpadeaban y brillaban en la fría oscuridad, enviando mensajes que sólo un puñado de seres vivientes podían leer y entender por completo.

Karslen estudió las paredes de la ancestral cámara con la impasible mirada de sus ojos rojos, percibiendo como por primera vez las gárgolas que guardaban cada puerta y el enorme símbolo del Ojo de Horus que se encontraba reproducido por miles de fragmentos de cristal en el gran ventanal. Contempló las losas agrietadas e incompletas que cubrían el suelo de metal cerámico, y recordó que en el pasado habían contenido un mosaico que mostraba el Ataque al Palacio del Emperador en la distante batalla por Terra. La imagen había desaparecido hacía ya mucho tiempo, desgastada por un millón de pisadas a lo largo de los siglos.

Karslen extendió los tentáculo de metal que reemplazaban su mano izquierda e instintivamente liberó el seguro del bolter que estaba incrustado en el muñón de su brazo derecho. Había veces que se sentía como su pecio espacial, como una extraña aglomeración de fragmentos acoplados de una forma cruda y aleatoria a un núcleo central antiguo.

Sabía que el pecio espacial era una masa deforme de restos y desperdicios del espacio interestelar que habían sido absorbidos a través del espacio disforme a los mundos Infernales; el pecio había vagado a la deriva durante siglos, hasta convertirse en aquella gigantesca nave espacial. Fuera cual fuera la forma original que el pecio hubiera tenido, esta había desaparecido hacia mucho tiempo. Karslen sabía que ese también era su caso: un milenio de mutaciones y regalos de su poder del caos patrón le había costado su anatomía original. Ya no era aquel alto y formidable marine espacial revestido por una armadura de metal cerámico. Ahora era una cosa inhumana, un conglomerado de muchas partes extrañas. Sólo la forma del cuerpo original y la mente parecían ser todavía las de Karslen, y algunas veces no estaba seguro ni de eso.

¿Podía una mente permanecer intacta durante diez mil años? ¿No se rompería en pedazos bajo el peso de la experiencia acumulada? ¿No le habrían traído los años la locura? Karslen sabía que se había vuelto loco muchas veces. Había habido siglos en los que simplemente había balbuceado enloquecido, años en los que había reiterado una y otra vez un único aullido demencial. Sabía que había olvidado muchas cosas. No había ninguna mente que pudiera conservar tal cantidad de recuerdos. Estos se desbordaban como el vino de una copa que rebosa. Eso era parte del regalo y la maldición que suponía ser inmortal.

Esa era la razón por la que, siempre que tenían una oportunidad para ello, él y sus hombres celebraban la Comunión de Odio. Lo hacían para conservar lo que era importante. Lo hacían para asegurarse de seguir siendo ellos mismos y no convertirse en enloquecidos engendros del Caos. En realidad, en el fondo, ellos seguían siendo Marines Espaciales, y aún tenían el orgullo de los Marines Espaciales.

Karslen vació su mente como había aprendido a hacerlo hacía tanto tiempo. Dirigió la mirada hacia su interior. No necesitaba drogas, ni rituales, ni ninguna de las ayudas ni accesorios que empleaban los psíquicos menos experimentados. Tenía diez milenios de práctica, y su poder era grande. Visionó una gran caverna, cuyos muros estaban repletos de nidos de paloma. En cada nido de paloma había una resplandeciente gema. Cada resplandeciente gema era un recuerdo. Uno de los que había elegido conservar. El recuerdo permanecería en este nicho protegido de su mente por tanto tiempo como viviera. Karslen había alcanzado el primer nivel del ritual.

Recordaba ahora el pasado año, entresacando de la memoria los hechos que deseaba preservar. ¿Había algo que valiese la pena conservar, algo que debiera protegerse de la lenta erosión del tiempo? ¿Aquella batalla en Kadavah, quizás, donde había ayudado a aquellos patéticos rebeldes contra sus señores Imperiales, y donde mató a aquel Ángel Sangriento entre los profanados escombros del templo de la Ascensión del Emperador? Si, pensó, recordando el momento con satisfacción. Valía la pena preservar ese momento en su memoria.

Visualizaba la escena con claridad. El Ángel Sangriento se arrastraba entre las ruinas, con su armadura rota y resquebrajada. Cerca yacía el gigantesco cráneo de un titán clase Warhound destruido. En la distancia podía ver los restos esqueléticos de las altas torres que acariciaban el cielo de Kadavah. Preservaba el momento a la perfección. Podía saborear el seco olor a quemado de la corrupción en el aire, sentir el retroceso de su bolter, oír los gemidos de los heridos, oler el hedor del metal derretido, y sentir la llegada del alma del Ángel Sangriento. Concentró la sustancia del recuerdo, reduciéndola a algo fuerte, brillante y puro, y entonces la dejó en su lugar asignado. No había nada más que quisiera preservar.

Ahora venía la siguiente etapa. Examinó sus recuerdos. Ahora se regocijaba en quien era, y en cómo llegó a serlo. Llamó a las gemas de memoria, y estas llegaron a él, una por una.

Se encontraba en Próspero, el mundo natal de su Orden. Desde los balcones de su torre podía ver la cúspide de un kilómetro y medio de alto donde habitaba Magnus, el Primarca de su Orden. El aire de la ciudad crepitaba con cientos de potentes hechizos. Su libro de conjuros flotaba enfrente de él. Él sabía que Magnus estaba en lo cierto al desobedecer la prohibición del Emperador hacia el estudio de la magia. Era tan fascinante; había aprendido tanto. Pronto emplearía sus hechizos para aplastar a los enemigos del Emperador y de esta forma el Señor de la Humanidad se vería obligado a reconocer su error.

Era un estúpido, pensó Karslen. Todos éramos unos estúpidos. Llamó a otro recuerdo.

La furia que le provocó la traición llenaba su mente. El Emperador les había declarado herejes, proscritos. Sus conocimientos se consideraban prohibidos. Debían ser purgados. Los Lobos Espaciales fueron asignados a la limpieza de Próspero. Se vieron obligados a huir. En ese momento, Karslen se dio cuenta de que el Emperador era un loco, y de que todos sus seguidores eran simples marionetas. Estaba celoso de cualquier poder que él no entendiera. Quizá temía un rival potencial. Fueran cuales fueran sus razones, no importaban. Los Mil Hijos tuvieron que embarcar en sus astronaves y aceptar la oferta de santuario del Señor de la Guerra Horus. Era su única oportunidad de sobrevivir en el turbulento periodo de guerra civil, la única forma de proteger lo que habían conseguido.

Otra escena llenó su mente.

Apuntó su bolter hacia el leal y apretó el gatillo. El hombre gritó y cayó. El fuego de láser chamuscaba el pavimento a su alrededor, pero el tenue resplandor de su hechizo de protección defendía su cuerpo. En la distancia pudo ver los muros de plata altos como montañas que defendían el palacio del Emperador. Sobre su cabeza, el cielo azul de Terra estaba repleto de naves. Era la batalla final. En aquel día se decidiría el destino de la galaxia.

La escena se fundió en otro recuerdo de esa horrible batalla.

Permaneció de pie ante las brillantes válvulas negras del Último Portal, el elevado portal que guardaba la entrada al Palacio Interior. A su alrededor sentía la presión y la vibración de los cuerpos. Sobre su cabeza vio un ángel alado con una armadura de color rojo sangre luchar con un gran demonio con alas de murciélago. Con un mortífero golpe final, el demonio derribó al hombre. Karslen oyó crujir el granito, y su rugido de triunfo se mezcló con otras diez mil voces.

Vio como Terra retrocedía ante él a través de los ventanales de cristal blindado de su nave. EL sabor de la derrota amargaba su aliento. El Emperador había derrotado al Señor de la Guerra Horus. Los refuerzos leales se aproximaban a Terra; los malditos Lobos Espaciales y los Ángeles Oscuros se acercaban. Habían sido derrotados. La rebelión había terminado. Ahora debían huir al límite de la galaxia, al lugar donde sus enemigos no se atreverían a perseguirles; al Ojo del Terror.

Permaneció en pie entre los escombros de Próspero y observó el cambio de color en el cielo. Su voz se mezcló con el canto de sus hermanos. Cadenas de relámpagos restallaban de extremo a extremo del horizonte. EL dolor le llenaba mientras obligaba a su mente a cumplir con su parte del esfuerzo. La presencia dominante de Magnus estaba allí, calmándole, asegurándole que lo que intentaban hacer era posible, que podían realmente desplazar un planeta entero a través del espacio disforme al Ojo del Terror, que su ancestral mundo podía ser suyo de nuevo.

Corría a lo largo de una ancha avenida, entre edificios bajos. A su espalda podía oír el silbido del aire desplazándose, y girando lanzó un disparo con su bolter. La larga y aerodinámica motocicleta a reacción Eldar se echó a un lado, y el proyectil rebotó contra los muros.

Miró con horror sus manos. Estaban empezando a cambiar. Los dedos estaban alargándose. Ya se habían fundido con su guantelete, y no podía quitárselo. ¿Era este el resultado de una larga exposición a la influencia deformante del Caos en el Ojo, o era algo más? Su armadura estaba cambiando, fluyendo hacia una nueva forma. Pequeños cráneos de metal cubrían su cinturón. Una cabeza de demonio miraba de soslayo desde su hombrera. El miedo al cambio le invadió.

Permaneció en pie en la antecámara del derribado edificio. El tejado se había desplomado hace tiempo, y las frías estrellas parpadeaban en el cielo. El demonio se inclinó delante de él, encerrado por el pentagrama y el poder de su voluntad. Enseñó sus dientes con una feroz mueca a Karslen, y lenguas de fuego de disformidad surgieron de su boca. No quería compartir su sabiduría con él, pero sabía que pronto sucedería.

Rodeó con sus tentáculos el cuello del Ultramarine de azul armadura. El hombre forcejeó y se retorció en su desesperación, intentando soltarse y apuntar a su enemigo con su bolter a su vez. Era una lucha desigual. Lenta, pero inexorablemente Karslen lo levantó y, con un potente empujón lo lanzó desde lo alto de la torre.Vio con satisfacción como el hombre caía precipitándose hacia el suelo que estaba un kilómetro más abajo. La lucha había terminado. El último Ultramarine del planeta estaba muerto. El palacio del Gobernador era suyo.

Una y otra vez se repitió. Los recuerdos parpadearon a través de su mente, recordándole antiguos triunfos y antiguas derrotas, todas las cosas que deseaba recordar y algunas de las cosas que quería olvidar pero no podía.

La presencia de su sargento lo apartó de su ensueño. Contempló la deforme cara de cabra de Caine, "¿De qué se trata?", preguntó.

"Despegue de naves en la superficie del planeta, Hermano Capitán. Los defensores vienen a nuestro encuentro."

Bien, pensó Karslen. Quizás este planeta nos proporcione algo de distracción después de todo.

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