lunes, 20 de agosto de 2012

Batalla en Kadavah

"¡No toméis prisioneros! ¡No perdonéis ninguna vida!"- El grito ascendió desde el ejército de almas perdidas.

Los demonios menores destellaban a la existencia con la llamada de sus amos. Enormes cañones con runas inscritas tomaban posiciones sobre la cima de la colina. Las ornamentadas cabezas de demonio giraron sus hocicos para encararse hacia las posiciones del enemigo mientras sus dotaciones salmodiaban los cánticos de carga del Lamento del Artillero. Los hombres bestia y los monstruosos trolls formaron en apretadas filas, confiando en que el poder de sus oscuros dioses les protegería del inminente fuego de artillería. Los cultistas humanos parloteaban incesantemente entre ellos. Los idiotas habían quedado impresionados por los poderes que habían desencadenado para ayudarles en su pequeña rebelión. Cantaron los antiguos himnos oscuros alegremente, convencidos de que la victoria estaba a su alcance.

El Hermano Capitán Karslen estaba aburrido. Había comprobado el funcionamiento de su bolter con indiferencia. A lo largo de los diez mil largos años de su condenación se había fundido con su carne hasta convertirse en una prolongación de su brazo. Deseó que el arma funcionase, y esta emitió un chasquido amenazador. Un cultista rezagado se humilló ante él, buscando guía. Karslen posó su mirada malévola y rojiza sobre el cultista y señaló al resto de los cretinos condenados con un movimiento de sus tentáculos. El hombre se apresuró a irse. Karslen no sintió otra cosa que un total desprecio por el necio cultista.

¿Qué podía saber ese insignificante humano sobre la verdadera rebelión? Karslen había seguido al mismo Señor de la Guerra cuando se levantó en armas contra el Emperador. Cien siglos atrás había mirado con devoción al rostro de Horus antes de la Gran Batalla Final. Cien siglos atrás había asaltado el Palacio Imperial en Terra, aullando su desafío al Emperador y a todo orden humano. Cien siglos atrás, siguiendo a su Primarca, había apartado su rostro de la luz y había comenzado a caminar en la senda del Pecado Inmortal. Cien siglos atrás había vendido su alma, y había ganado... ¿qué? Era mejor no pensar en ello.

En la distancia, entre los escombros de Kadavah, vio los rhinos carmesíes de los Ángeles Sangrientos moverse para tomar posiciones. Sus ojos alterados vieron a través de los vehículos y observó las preocupadas almas de los marines espaciales en su interior. Los engañados imbéciles trataban de defender el santuario de su senil dios. Estaban orgullosos de dar sus vidas por una deidad cuyo tiempo pasó hace ya diez milenios.

Karslen posó su mirada sobre los marines espaciales con un odio puro y corrosivo. ¿Qué sabían esas marionetas de la guerra? Karslen se había alzado desde los días antiguos, cuando los verdaderos guerreros habían luchado en épicas batallas que habían escindido la galaxia. Habían ardido mundos, y ejércitos enteros habían sido masacrados. Entonces, los Ángeles Sangrientos habían sido adversarios dignos de respeto. Ahora no eran más que pálidas sombras de lo que una vez habían sido. Ya no hay gigantes en las pútridas filas de los leales.

Sólo los pocos Primarcas rebeldes que quedaban eran dignos de respeto. En ellos, la llama de los antiguos tiempos ardía sin mácula. En ellos había algo digno de merecer su eterna lealtad. Entendían y compartían el odio y la furia de Karslen. Ellos también luchaban en la Larga Guerra.

¡Ángeles Sangrientos, ja! Diez milenios atrás había matado a sus antecesores con sus propias manos. Diez milenios atrás había masacrado a veinte Ángeles Sangrientos en un solo día en los muros del Palacio Interior. Diez milenios atrás había permanecido fuera de la Última Puerta y observado cómo su Primarca, Sanguinius, caía como un ángel roto,defenestrado por un demonio de la disformidad. Pensó en qué podían contestar esos patéticos idiotas si les relatase aquello. ¿Le entenderían? No, no podrían entenderle. Eso era la verdad última. Quedaban sólo unos pocos que pudieran entenderlo. A través de los largos y solitarios siglos de su rebelión, había llegado a esa conclusión. Sus viejos camaradas ya no estaban. Había muerto, o se habían convertido en verdaderos demonios, con poco o ningún interés en los viejos tiempos. Los buenos tiempos.

Su piel acorazada hormigueó. Una luz roja llenó su mente. La locura incipiente amenazó su concentración. Sabía por los remolinos en la disformidad que su Primarca, Magnus, aparecería pronto. Pronto estaría luchando en la batalla, perdido entre el terror y el regocijo del combate, transmutando su aburrimiento en ansia de sangre y encontrar alivio para su deseo de paz eterna ejercitando sus poderes y habilidades. Era todo lo que le quedaba.

El aire destelló. Magnus apareció, alzándose sobre las tropas envuelto en un sudario de luz multicolor. La horda del Caos avanzó hacia la aterrorizada ciudad. Karslen se puso en marcha.
"¡Morid, escoria leal!"-gruñó Karslen mientras disparaba impotentemente con su bolter al lejano destacamento de devastadores. Avanzó sin vacilar mientras los proyectiles de bolter y cohetes pesados silbaban a su alrededor. A su izquierda, el hermano Steiner había caído, cubriendo con su mano con garras una gran herida en su pecho. A la derecha, el hermano Torvarl cayó cuando un solitario proyectil de bolter acertó en su único y brillante ojo. Cadenas de rayos relampaguearon alrededor de la cabeza de Torvarl mientras caía. El olor a carne quemada y a ozono llenaba el aire. Conociendo los poderes protectores del Caos, Karslen dudaba de que la herida fuese mortal. No era tan sencillo escapar de la condenación eterna.

La caída de Torvarl era un mal presagio, decidió Karslen. El viejo tuerto había sido favorecido intensamente por el Primarca. Murmuró el encantamiento contra el fuego enemigo que Magnus le había enseñado diez milenios atrás, antes de que los tres veces malditos Lobos Espaciales arrasasen su mundo natal, Próspero.

Una explosión abrió una grieta en el suelo a los pies de Karslen. Trozos de tierra salpicaron la placa facial de su servoarmadura. Se tambaleó, pero se negó a caer. En el lejano puente, los familiares destello de bolters pesados se hicieron evidentes. Karslen decidió que los mataría a todos. Confiando en la protección brindada por su Primarca, el marine espacial del Caos se puso en marcha.


El hermano-capitán Karslen sobrevivió a la masacre con un gran cansancio. Le dolían las heridas. Su armadura también le provocaba dolor allí donde había sido alcanzada, como una segunda piel. El peso de sus diez mil años cayó sobre él. Envidió a los que habían muerto. Pasó sus tentáculos metálicos sobre los restos fundidos del Señor de la Batalla. permanecía tibio por la fusión del reactor que había mandado al demonio que lo poseía aullando de vuelta a la disformidad. Cerca de allí, el cráneo de un titán clase Warhound yacía medio enterrado en un montón de cenizas y escoria. Sus ojos ciegos miraban burlonamente al marine espacial del Caos. Karslen disparó una ráfaga con su bólter, que rebotó en la cabeza metálica del titán. El sonido atronó a gran volumen sobre el silencioso campo de batalla.

Karslen observó a los triunfantes rebeldes beber vino avinagrado de sucias botellas y escuchó sus balbuceantes chistes y su charla de simios. Los pocos cultistas supervivientes que danzaban y cantaban entre los escombros quizá no lo sabían, pero eran hombres muertos. Sus patrones demoníacos los estaban trayendo de regreso a la disformidad. La rebelión en este mundo había fracasado. No importaba. Había muchos otros mundos.

Escuchó un gruñido en las devastadas ruinas del templo. Una forma se irguió momentáneamente entre los escombros fundidos para volver a caer al suelo. Karslen lo observó cínicamente, sorprendido de que un Ángel Sangriento continuase aún con vida. El leal estaba teriblemente quemado. El rojo de su armadura había burbujeado y se había desprendido por al calor de la ráfaga. La roca alrededor del marine se había ennegrecido por el fuego nuclear. Lo único que había alrededor eran esqueletos chamuscados y armaduras fundidas. El Ángel Sangriento miró a Karslen con ojos llenos de odio. Frenéticamente trató de incorporarse y ponerse en pie para disparar con su bólter medio fundido.

"Traidor. Hereje. Abominación."-murmuró el marine espacial. Karslen se encontró a sí mismo mirando por el cañón del arma hacia la oscuridad final. Una parte de él deseó que el Ángel Sangriento apretara el gatillo.

Una amarga carcajada brotó de la mutada y arruinada garganta de Karslen. EL discurso era difícil en ese momento. Trató de hallar una palabra que mostrase su aversión. Buscó en su corrupta alma la única palabra que podía expresar sus diez mil años de odio.

"Hermano."-dijo.

La sombra del miedo paralizó un instante al Ángel Sangriento. Trató de apretar el gatillo de su arma. Se le empañó el visor del yelmo. Karslen alzó su bólter. Un solo disparo atravesó al Ángel Sangriento. El leal cayó sin emitir ningún sonido. Karslen continuó disparando; vació un cargador entero sobre el destrozado cuerpo del leal, deseando oírle gritar.

En ese momento deseó tener en su punto de mira a todos los marines espaciales de la galaxia. Tan ilimitado era su odio, tan grande era su rabia, que los habría matado a todos sin piedad ni compasión. En ese momento, supo que lucharía para siempre, hasta que todo fuesen ruinas y la galaxia entera se convirtiese en polvo. Para él, nunca más podría haber descanso ni paz.

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