martes, 9 de octubre de 2012

La Batalla de las Colinas Aullantes

Los Caballeros Pantera se acercaron con el característico traqueteo metálico de sus armaduras. Félix se apartó del camino y les dejó pasar. Sólo un necio se habría mantenido en medio del camino de los pesados Caballeros y sus monturas totalmente revestidas de metal. Sobre el yelmo de uno de los caballeros la cabeza sin ojos de un gran felino contemplaba inexpresivamente el campo de batalla.

“¡Tú! ¿Qué haces pendoneando por aquí como un mentecato encandilado? ¡Vuelve a tu compañía!”

Félix miró a su alrededor. Un hombre corpulento con la insignia de la cabeza de toro de Ostland en el escudo estaba vociferando y gesticulando furiosamente con su lanza. A Félix le costó comprender que el hombre se refería a él. Estuvo tentado de decirle que se fuera al infierno, pero se encogió de hombros y se marchó, decidido a encontrar al Matatrolls antes de que empezara la batalla. Su juramento le obligaba a inmortalizar las gestas del Matador en un poema épico, así que pensó que como mínimo debía estar presente para presenciar el conflicto.

Subió a la cresta de la colina y se colocó junto a la artillería imperial. Por todas partes había ingenieros y artilleros ocupados. Un capitán artillero se inclinó sobre un barril de pólvora para medir distancias, mientras consultaba un pequeño libro de tablas. Los fornidos artilleros, con el torso desnudo, apilaban penosamente bolas de cañón detrás de sus enormes armas forjadas en hierro. Unos jovencitos sudorosos soplaban las hogueras para que no se apagara.

Desde este punto privilegiado se podía avistar todo el campo de batalla. En la lejanía Félix divisó un gran ejercito Elfo procedente de Naggaroth. Una hidra y una mantícora guiadas por señores de las bestias sobresalían por encima del resto de cuerpos. Distinguió la larga línea de caballeros gélidos a la vanguardia del ejército enemigo. Hasta la posición de Félix llegó el pavoroso aullido de aquellas bestias gigantes, provocándole escalofríos. Ya se había enfrentado anteriormente a los caballeros gélidos y no había sido una experiencia agradable. En el flanco derecho del ejercito, los elfos oscuros arrastraban unos enormes y sofisticados lanzavirotes. Cerca de él se extendía a lo largo de una angosta loma, en línea recta, una unidad de arqueros. Los elfos eran demasiado poderosos como para menospreciarlos.

Félix había oído muchos rumores sobre el poderío de los elfos de Naggaroth. Los soldados del Emperador estaban desplegados entre dos pequeñas colinas. En la colina de Félix había dos grandes cañones. En la otra había un terrorífico cañón de salvas y un mortero. Ambas colinas estaban protegidas por una pantalla de tropas de proyectiles. En la vertiente de la colina que se extendía debajo de Félix estaban los ballesteros de Tilea. Eusebio se giró y dirigió a Félix un cálido saludo.

Los arqueros de Reikland protegían el cañón de salvas. A su izquierda, al pie de la colina estaba la frenética hueste de flagelantes. Estos aullaban y se azotaban los unos a los otros. Félix no sabía si aquel sonido atemorizaría al enemigo, pero a él sin duda le estremecía.

Entre las dos colinas aguardaba el grueso de las tropas Imperiales. Estaban dispuestas como en un tablero de ajedrez. Las tropas más adelantadas alternaban una unidad de caballería con una de infantería. Félix observo como los Caballeros Pantera tomaban posiciones junto con la Reiksgard a pie. Los caballeros del Lobo Blanco blandieron sus enormes martillos a dos manos y intercambiaban chanzas amistosas con los alabarderos de Middenheim. Tras ellos había lanceros llegados de las provincias de Nordland y Hochland. Delante de todo el ejército se hallaba una larga línea de arqueros a caballo de Kislev.

Félix distinguió la orgullosa figura del joven Emperador Karl Franz portando el Rompecraneos. Éste acababa de dirigirse a las tropas del centro y estaba montado en su grifo Garra de Muerte, que con un par de aleteos, se elevo inmediatamente hacia el cielo. Un clamor de júbilo se levantó entre las tropas imperiales cuando vieron cómo la bestia se elevaba hacia las nubes.

Con el entrechocar metálico de las orugas y el chirriar de los pistones, un tanque de vapor rodó hasta colocarse en su posición en el centro de la línea. El aire vibró con el retumbar de su motor. El olor acre de su humo llenó las fosas nasales de Félix. Las tropas se apartaron para dejar paso al tanque de vapor. Su blindada estructura era una magnífica visión sobre el campo de batalla. Félix había oído rumores sobre este producto de la Escuela de Ingenieros Imperiales, pero jamás había visto ninguno. Creyendo que el saludo iba dirigido a él, el comandante del tanque abrió la escotilla y se quitó el sombrero para reconocer el homenaje que, creía, se le rendía. Una oleada de carcajadas fue la respuesta de los soldados.

De repente el ejército imperial quedó en silencio. De entre las filas de los elfos oscuros emergió algo descomunal. Con un batir de sus alas coriáceas se elevó hacia los cielos. Félix vio que se trataba de un dragón negro y de que en su grupa iba montaba un elfo. Intentó calcular la envergadura de las alas de la criatura, pero lo dejó por imposible. Era desmesurado. El dragón abrió sus fauces draconianas y dejó escapar un tremendo graznido. Una sombra de duda cubrió la faz de los soldados imperiales. Cada uno de los presentes sintió como el terror atenazaba su corazón.

“¡Traedme a esa lagartija! – Rugió una voz que Félix reconoció inmediatamente -. ¡Hoy todavía no he desayunado!”

Félix se giró para mirar colina abajo. Un puñado de Enanos ascendía trabajosamente por la elevación. Parecían un grupo peligroso; todos lucían enormes crestas de pelo teñido, todos estaban recubiertos de extraños e intrincados tatuajes y todos blandían unos gigantesco martillos de guerra y hachas de batalla. Pertenecían al Culto de los Matadores, esa extraña fraternidad maldita cuyos miembros han jurado buscar la muerte en batalla. Su líder era un Enano increíblemente musculoso que lucía un gran parche negro. Era él quién había gritado al jinete del dragón negro.

“Ese es Gotrek Gurnisson – dijo uno de los artilleros -. Es un pirado. Anoche le vi beber un tonel entero de cerveza.”

Como si respondiese al desafío de Gotrek, el dragón negro volvió a rugir. Su llamada bestial atravesó el campo de batalla. De nuevo, las fuerzas imperiales permanecieron en silencio.

“¡¿ A que no bajas aquí y me lo dices a la cara!?”, Gritó Gotrek. A los flagelantes se les escapó un sonoro lamento.

“¡ Y vosotros, escoria, callaos de una vez! – Tronó el Matatrolls -. ¿Es que no veis que mi compañero Snorri Muerdenarices tiene resaca?”. Si los flagelantes oyeron al Enano decidieron ignorarle. En la lejanía los Elfos habían empezado a moverse.

“¡ A mediodía, carnicería!” Dijo Gotrek cuando el resto de Enanos consiguió llegar a la cresta de la colina. Inspiró profundamente y sonrío para revelar sus dientes caídos. Como siempre, cada vez que aparecía la más mínima posibilidad de que hubiera una matanza, él parecía obscenamente contento. “Sí, parece que hoy es un buen día”.

“¿Un buen día para qué?” Preguntó Félix. Se sentía extrañamente feliz de ver al Matador, y no estaba seguro de porqué. Al fin y al cabo, no había nada tranquilizante en la visión de un Enano esquizofrénico con una enorme hacha.

“Para morir”. Gotrek apuntó con su poderoso y chato dedo índice a la horda que avanzaba. Entonces cambió su expresión. Parecía un chaval al que le hubiesen hecho un regalo especialmente bueno en una ocasión especial. “¡Mira, Snorri! ¡¡Hay muchos elfos!!”

El Matador que había detrás de Gotrek sacudió su cabeza y asintió con la mirada empañada. Félix se preguntó si era posible que aquel Enano llevase realmente tres tachuelas incrustadas en la frente.

“Snorri cree que tienes razón, Gotrek – sonrió Snorri, y blandió su enorme martillo de guerra hacía los elfos -. Snorri cree que tendríamos que acercarnos y tener una discusión civilizada con ellos”.

Los Enanos descendieron por la colina corriendo tan rápido como se lo permitían sus cortas piernas. Durante unos instantes Félix estuvo a punto de seguirlos. Entonces oyó el aullido de miedo de los artilleros y, por el rabillo del ojo, vio como un virote pasaba muy cerca de él. Se tiró al suelo. El aire fue desplazado por una masa enorme, y una corriente repentina le rizó el cabello. Mirando a su alrededor, Félix pudo ver como un artillero acababa de ser ensartado por el virote.

El aullido de los flagelantes aumentó de volumen, compitiendo con el gruñido distante de las bestias. Si Félix hubiera sabido hablar druchii, hubiera jurado que estaban asiendo una cuenta atrás...

De repente, los elfos dejaron de hablar. Del lanzavirotes salieron disparados dos virotes. Que fueron en línea recta a donde se encontraba Félix. Félix observó como se acercaban. Tuvo la aplastante sensación de que estaba totalmente indefenso ante aquella situación. Quería correr y ponerse a cubierto, pero no tenía ni idea de hacia dónde hacerlo. Quizá moviéndose sólo consiguiera ponerse en su camino, como el pobre diablo que tenía detrás.

Se oyeron claramente varios resuellos de alivio cuando los virotes cayeron detrás de la colina. Al ver que los elfos se afanaban en recargar sus máquinas Félix se arriesgó a echar un vistazo al campo de batalla. Una horda de elfas había avanzado. Eran unas bellas elfas casi desnudas. ¡Elfas brujas! Había oído siniestros rumores acerca de los rituales que hacían y los asesinos que formaban. Los ballesteros elfos abrieron fuego, pero sus misiles apenas alcanzaron a la desafiante avanzadilla imperial. Los gélidos trotaron rápidamente a pesar del peso de sus jinetes. La impresión de aquella era una hueste invencible.

¿Qué era eso de ahí? ¡Pero, no podía ser! Desgraciadamente lo era. Félix tembló. A su izquierda, no muy lejos, había divisado un pegaso negro que se aproximaba presuroso. La montaba una hechicera que parloteaba sin cesar. La hechicera elfica blandió un báculo que despidió un halo de luz brillante. La hechicera apuntó su vara hacia la colina en la que se hallaba Félix, haciendo que se le volvieran erizar los pelos de la nuca. Sintió una tensión extraña en su piel. Brujería no, por favor. Iba a morir.

Antes de que pudiera pasar nada más, Félix oyó el sonido de alguien recitando un hechizo muy cerca de él. Un hombre alto vestido con una capa gris alzó sus manos e hizo un breve gesto, como si espantara una mosca. El aura de energía arcana que lo envolvía se fue tan rápido como había aparecido.

Con un rugido, el ejercito imperial avanzó. Los arqueros kislevitas a caballo galoparon hacia las elfas brujas. A poca distancia les seguían los Caballeros Pantera y los Caballeros del Lobo Blanco. El tanque de vapor retumbó mientras se dirigía hacia el enemigo, traqueteando ligeramente en el accidentado terreno. Con una precisión disciplinada, las formaciones de alabarderos y lanceros avanzaron dispuestos a tapar cualquier hueco en la línea imperial. La bandera del Imperio ondeaba, orgullosa, en el centro del ejército.

“¡Rápido silenciad a esos lanzavirotes!” Gritó el capitán de la artillería. La tierra tembló y una gran nube de humo negro se esparció por la colina. Félix notó como el aire de sus pulmones vibraba y el atronador sonido del disparo le aturdió momentáneamente. Siguió el silbido del proyectil y vio como la tierra junto a los lanzavirotes saltaba por los aires. Nubes de tierra se levantaron elevándose más de cinco metros.

“No está mal, comandante del segundo cañón. Pero ahora verás como debe hacerse. ¡Marcus, gira tres grados a la izquierda!”

“Tres grados a la izquierda. Si, Señor” Después que los sudorosos artilleros movieran el cañón, el capitán cogió una tea encendida y tocó la mecha. Ésta chisporroteó, prendió y luego se apagó.

“Tienes razón, así es como debe hacerse. Realmente brillante”, dijo el comandante del primer cañón.

En la otra colina el mortero tronó. El humo flotó colina abajo y ocultó a los Tileanos. A lo lejos, un lanzavirotes saltó en pedazos, con sus componentes destrozados por el impacto. Félix vio al elfo que había estado cargándola salir por los aires.

“ Buen disparo”, observó mordazmente uno de los artilleros. Los arqueros y ballesteros abrieron fuego. Una lluvia de flechas y dardos cayó sobre el enemigo. Muchos corsarios cayeron agarrando las astas de las flechas que habían crecido de golpe, como obscenas flores de muerte en sus pechos. El aire entre los dos ejércitos crepitó mientras los hechizos y contrahechizos libraban su lucha particular. Una lluvia de proyectiles de hielo surgió del mago gris y atravesó a varios Caballeros Gélidos; el resto huyó lanzando dentelladas hacia sus propias filas mientras sus jinetes trataban de dominarlos.

Tres virotes de proporciones gigantescas hicieron estragos sobre los Caballeros Pantera. Dos valientes caballeros murieron al instante. La bandera de los caballeros cayó como un fino tallo al ser pisoteado. El espeluznante gemido de los caballos con la columna rota llenó el aire. Los caballeros restantes continuaron avanzando resueltamente hacia los elfos. Una andanada de pivotes de ballesta les acribilló. Un jinete cayó con el ojo atravesado por un pivote que había pasado a través de la mirilla del yelmo. Con un dardo clavado en el corazón, uno de los caballos trastabillo, el último caballo huyó aterrorizado de la batalla, llevándose consigo a su jinete.

Los kislevitas aceleraron su avance hacia las elfas brujas. Del interior del negro pelotón surgieron tres figuras encapuchadas. Todos ellos iban armados con cuchillos y garras. Desde que estuvieron lo suficientemente cerca saltaron hacia los arqueros a caballo.

Los jinetes se detuvieron en seco mientras sus caballos relinchaban de terror mientras intentaban esquivar los golpes letales de los asesinos. Dos asesinos fueron derribados por las flechas de estos, pero uno logró llegar hasta la caballería. El asesino provocó terribles bajas. Sangre y miembros mutilados fueron esparcidos por todas partes. Hombres y caballos cayeron como moscas. Félix aparto la mirada asqueado.

Los cañones hablaron una vez más. Esta vez sus disparos acertaron de lleno al segundo lanzavirotes, destrozándolo por completo. Los artilleros gritaron jubilosos. El capitán del primer cañón alzó su puño en el aire en señal de triunfo. El propio Félix se sintió muy contento, sobre todo por que ya pudiera atravesarle ningún virote.

Los kislevitas supervivientes avanzaron para acercarse lo máximo posible al enemigo. Nuevos asesinos saltaron sobre las inconscientes víctimas que tan generosamente se les ofrecía. Félix observó como dos sucumbían bajo el fuego de los arqueros.

A la derecha se oyó un crujido cuando el cañón de salvas realizó un tiro experimental. Incluso a tanta distancia dejó un reguero de sangrienta destrucción en la línea élfica. Los ballesteros dispararon otra vez, matando a dos asesinos. Teniendo en cuenta la distancia, podía considerarse un buen disparo. Una nube de flechas se flechas se encargó de los supervivientes.

“¡ Por Sigmar y por Karl Franz!”. El grito de guerra se elevó desde la línea imperial. Los elfos entonaron sus gritos de batalla. Una aullante oleada negra rompió contra el muro de acero que era la línea imperial, iniciándose un terrible combate cuerpo a cuerpo de más de media legua de frente.

Los penetrantes ojos de Félix exploraron el campo de batalla en busca de Gotrek. ¡Allí! Podía ver como los enloquecidos Enanos estaban abriéndose una sangrienta camino entre los elfos. La enorme hacha de Gotrek se alzaba y caía constantemente, destruyendo todo lo que se cruzaba en su camino. Tan sólo él estaba provocando tantas bajas como el tanque de vapor, que aplastaba a las tropas enemigas pasándoles por encima. Alrededor del tanque, los lanceros se agolpaban en una furiosa turba. Los Caballeros del Lobo Blanco irrumpieron en una unidad de furiosos jinetes oscuros haciéndoles huir en desbandada.

Habiendo silenciado la artillería enemiga, los cañones eran libres para provocar una masacre en la retaguardia de las formaciones enemigas. Oyendo los gritos de dolor procedentes de la batalla, Félix se alegró de su posición en la colina. Abajo, las bajas eran tremendas. Muchos no morirían inmediatamente, sino varias horas más tarde, a causa de las heridas. Muchos más seguirían viviendo, pero con terribles mutilaciones. Al pie de la colina, los lanceros y los alabarderos luchaban cara a cara con la una unidad de la guardia negra. En el apretado agolpamiento de cuerpos apenas había espacio suficiente para mover un arma. Muchos morirían simplemente aplastados bajo los pies de sus propios compañeros, bajo el peso de la ingente masa que avanzaba y retrocedía.

Félix volvió a felicitarse por su posición. Por una vez estaba en el lugar adecuado en el momento adecuado. De momento había podido evitar el brutal combate cuerpo a cuerpo. Con los lanzavirotes destruidos, estaba seguro y un una posición inmejorable para observar la contienda. Sólo faltaba que el ejército Imperial saliera victorioso. Bueno, los cañones podían encargarse de ello.

De repente, los artilleros profirieron un grito de terror. Félix siguió con la mirada la mano del capitán. En el cielo, un pequeño puntito aumentaba de tamaño rápidamente. ¡Era el dragón negro! ¡Por Sigmar, no! Aquello no podía estar sucediendo de verdad.

Con un chasquido, el dragón negro abrió sus ciclópeas alas, ralentizando su descenso. La mayoría de artilleros habían huido con una abyecta cobardía. El mago gris clavó su mirada en la bestia y empezó a entonar un cántico mágico. Demasiado tarde. La criatura cayó sobre él aplastándole bajo sus zarpas.

Demasiado aturdido para moverse, Félix se quedó allí plantado como una estatua. Sintió un súbito escalofrío cuando la serpiente alada se dirigió hacia él. Félix estaba cubierto por la sombra que proyectaban sus titánicas alas coriaceas. Su pituitaria captó el acre olor coriáceo de la bestia. El escamoso cuello del monstruo serpenteó y una cabeza tan grande como un hombre miró directamente hacia Félix. Él miró fijamente a los fríos ojos del reptil. La criatura lanzó un rugido gorgojeante y sus fauces revelaron dientes tan largos y afilados como dagas.

Por Sigmar, aquel bicho era realmente grande. Cuando se estiró para mostrar toda su envergadura, Félix calculó que era unas cinco veces más alto que él. La bestia agitó la cola, gruesa como un ariete, con un restallido tan estruendoso como el disparo de un mosquete. La larga lengua de la bestia, que brillaba con aquella mucosidad tóxica, vibró catando el aire y a Félix se le encogió el corazón.

En un trono montado sobre la espalda del monstruo había un Elfo. Evidentemente, era el general del ejercito. En su mano izquierda esgrimía una lanza y en la derecha un espeluznante báculo cuyo extremo representaba la cabeza de un demonio. Contemplo a Félix con sus ojos inyectados de rabia. Félix supo que iba a morir.

Rápido como el rayo, el dragón negro lanzó un mordico hacia delante. Las terribles fauces se cerraron con la potencia de una trampa para osos. Una vaharada de aliento apestoso envolvió a Félix. Instintivamente, Félix dio un paso atrás y las fauces se cerraron justo delante de sus narices. Félix se giró, sintiendo la apremiante necesidad de poner algo de por medio entre él y el monstruo. Rápidamente se colocó tras el cañón, sintiendo a cada paso el frío aliento de la bestia en la nuca. Entonces recuperó el juicio y se giró, sabedor de que no tenía ninguna posibilidad de escapar de la bestia. Era demasiado tarde para eso. En un inútil y dramático gesto de coraje sin precedentes, desenvainó su espada decidido a, por lo menos, caer luchando.

Con un golpe de garra, el dragón aplastó el cañón. Félix casi no tuvo tiempo de apartarse. Rodó hacia atrás para colocarse en una posición defensiva, tal como su maestro de esgrima le había explicado una vez. Era un reflejo modelado por horas y horas de práctica.

“¡ Ahora, tú morirás!” Dijo en una tosca imitación al lenguaje imperial el señor oscuro.

“¡¿A qué no bajas aquí y me lo dices a la cara?!”, Grito Félix, con más bravura de la que realmente sentía. Las fauces del dragón negro se volvieron a cerrar. Ahora, pensó Félix. Un buen giro de muñeca y sería capaz de enterrar su hoja en la garganta del dragón, tal vez incluso de entre sus tiernos músculos hasta atravesar su diminuto cerebro. Los últimos estertores de la bestia probablemente acabarían con él pero, ¿qué más podía hacer? De todas formas iba a morir.

El tiempo pareció detenerse. Sintió todo lo que le rodeaba con prístina claridad, sintió sus propios movimientos guiados con certera precisión. En la lejanía podía oír los gritos de los combatientes y los gemidos de los heridos. El olor de la sangre, la pólvora y el miedo llenó su pituitaria. Un sudor frío recorría su espalda. Dentro de un segundo la criatura le picaría como un escorpión y Félix devolvería el golpe.

Una sombra cayó sobre el dragón negro. Unas poderosas garras atravesaron el aire. Cayó un brillante rayo. Un guerreo de dorada armadura golpeó. Un martillo enorme silbó en el aire describiendo un arco irresistible. La cabeza del general elfo se separó de sus hombros. El dragón negro se giro, resoplando. Una fuente de sangre manó del cuello del elfo y el cuerpo desmembrado cayó al suelo. Sintiéndose libre del peso de su jinete, el dragón negro rugió una sola vez y aleteó solemnemente en el aire, libre para volverse a sus montañas natales.

Félix se encontró cara a cara con el Emperador Karl Franz, de pie sobre el cadáver del general elfo. El Emperador abrió su visor y contempló a Félix con sus ojos penetrantes y profundos.

“Eso ha sido lo más valiente que he visto nunca”, dijo el Emperador.

“No ha sido nada”, dijo Félix. Entonces se dio cuenta de lo que había hecho y simplemente, se desplomó.

Cuando volvió en sí, un sol rojo sangre ocupaba todo el horizonte del campo de batalla tiñendo la escena con su luz rojiza, como si se tratara de un cuadro del infierno. Había cuerpos mutilados por doquier. Los soldados imperiales arrojaban los cadáveres de los elfos muertos a grandes piras. Los lamentos de los heridos y los moribundos se elevaban hacia el cielo como lamentos de almas condenadas. El aullar frenético de los flagelantes borraba cualquier ilusión victoria. Félix se cruzó con un hombre agonizante que le pedía agua. Como no tenía agua que ofrecerle, Félix apartó la mirada y pasó de largo.

Encontró a Gotrek en la fría vertiente de la colina. El Matatrolls colocaba las últimas paladas de tierra en una tumba. No se giró al oír a Félix aproximarse; parecía perdido en sus propios pensamientos inhumanos y amargos.

“A mediodía... carnicería...” masculló Gotrek. Se apoyó en la empuñadura de la pala y giró su cabeza hacia el escenario de la matanza. De repente pareció muy viejo y muy cansado. Gesticuló con su recia mano derecha señalando la tumba.

“Aquí yace Snorri Muerdenarices. Mató a veinte elfos y a una mantícora –el Matador rió amargamente -. Esta se le cayo encima”.

“Hoy me he encontrado con el Emperador Karl Franz. Me ha salvado del dragón negro. Creí que iba a morir”.

A lo lejos, el tanque de vapor arrastraba los cadáveres de los caballos con barda. De su chimenea brotaban chispas que brillaban como fuegos fatuos en la densa oscuridad.

“Todos vamos a morir, humano. Sólo el cómo es importante”.

“Hemos vencido, Gotrek. Los caballeros de la Reiskgard destrozaron a los verdugos. Los cañones acabaron con las grandes unidades de lanceros. Incluso los flagelantes han colaborado matando a una hidra. Al menos eso es lo que me dijo Eusebio”. Félix carraspeó. Había decidido no explicar nada acerca del embarazoso desmayo que sufrió delante Karl Franz.

“Otra gran victoria sobre las fuerzas del mal”. Exclamó Gotrek burlón. Pero sus palabras no había alegría. Meneó la cabeza en un lento signo de negación, y la cadena de oro que llevaba colgando de la nariz tintineo. “Por Grungni, incluso cuando ganamos, perdemos. No existe ningún límite al número de Orcos, Guerreros del Caos y otros enemigos que nos acechan. Mueren a miles, pero siempre hay muchos más para reemplazarlos. Un día arrasarán el Reino de los Enanos, y el Imperio de los Hombres caerá. Y todo será sangre y oscuridad.

“Empiezas a hablar como un flagelante”, dijo Felix. Él seguía vivo cuando se suponía que debería estar muerto. Encontró difícil compartir los siniestros pensamientos del Enano. “Hemos ganado. Hemos hecho pedazos al ejercito de los elfos de Naggaroth. El Imperio está a salvo”.

“Por ahora, humano. Por ahora”.

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